5 sep 2002

Calígula


Los pasajeros de primera llegaron al salón con la puntualidad propia de su clase. Todos, incluso el Capitán, esperaban sin ocultar la emoción; la mar... en calma. El mâitre anunció al artista —«el Calígula de ébano»—, un sólo reflector iluminaba la pista. Un negro desnudo, de bellísimas facciones y cuerpo perfecto, estaba sentado —a la pensador de Rodin— en una silla corriente. La música inundó el ambiente y el miembro viril de aquel hombre comenzó a hincharse, muy poco a poco y sin que las manos intervinieran. Los primeros minutos las damas y los caballeros bromeaban, algunas de ellas ya humedecidas, y ellos convencidos de que tal enormidad fálica era monstruosa y ajena a la cotidianeidad de sus compañeras. Mas ellas y ellos terminaron gritando «quieros» y «papacitos», o jocosos o con lasciva seriedad.

El pene seguía creciendo, en el rostro del ejecutante asomaron dos o tres gotas de sudor y el ceño se le frunció un poco. Pero las manos —ni la que reposaba en la rodilla ni la que sostenía el mentón— no se movieron un ápice.

Habían pasado treinta minutos y el silencio era absoluto, la descomunal erección parecía a punto de estallar... y estalló, arrojando varias libras de semen por todos lados. Nadie se movió.

Lentamente, hombres y mujeres, perdidos en sus reflexiones, abandonaron —muy poco a poco y en completo orden— el lugar y se fueron directo a sus camarotes.

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