10 jul 2004

Llueve


 Sin saberlo de cierto, siente que afuera empieza a chispear. De lo que no tiene duda es de que lo llaman, lo exhortan a salir. Se dispone a hacerlo cuando arrecia la lluvia, ahora está seguro, será una tromba como las que no caen a menudo por aquí.

La voz del que lo invoca retumba ahora en su refugio, es un clamor que lo estremece, pero decide permanecer ahí un rato, por lo menos hasta que pase lo más intenso de ese llover que le cala hasta el tuétano aun sin haberlo tocado.

El agua comienza a trasminar la gruta y se le ocurre que es el terruño que llora por él. Cuando empieza a gotear se acurruca en un rincón, arropado con el sudario. Su nombre no ha dejado de sonar, es como si entre las paredes también se filtrara el llanto de sus hermanas aunado a los gritos de desesperación del Maestro conminándolo a dejar la cripta.

Por fin remueve la piedra sepulcral, ha escampado. Sin embargo, en la semipenumbra no hay rastro alguno de la multitud, ni de María ni de Martha... Sólo ve sentado en un charco de lodo —el pelo, la túnica y el manto empapados— a Jesús. El Rabí le escupe, lo mira con rencor y desprecio, se levanta y se aleja.

Lázaro otea el cielo y se percata de que llovizna de nuevo, regresa a la tumba y cierra la entrada.

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