1 mar 2005

Rapunzel

—¡Rapunzel! —gritó el príncipe— ¡arroja tu trenza para que pueda yo subir!

Aún se deleitaba acariciándose el pene en anticipación de los deleites que prometía la noche, cuando de la torre cayó la larguísima cabellera, que lo arrastró hasta la base del camino. Trató de incorporarse, pero parecía que la cascada de rubias guedejas cobraba cada vez mayor velocidad, revolcándolo por todo el valle y más allá, en dirección a la vertiente occidental.

Semanas después, en el fiordo, cuando la avalancha de pelo desembocó sobre la morrena aquélla, hacía varios días que las fuerzas desatadas destruyeran al doncel azul, pulverizándolo entre toneladas de pedruzcos, barro, rocas monumentales y derrubio milenario. El cataclismo sólo se detuvo para confundirse entre los sedimentos bajo el fondo del mar de pelos al pie de los farallones —junto con la hecatombe de animales, plantas y ciudades que terminaron su vida ante el poderoso fenómeno.

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