Corría el Concilio de Trento. Abajo, los egregios teólogos y notables prelados, condenaban al anatema a quien negara la presencia del cuerpo y la sangre de Cristo en la hostia consagrada. Los vampiros, apergolados en las viejas trabes del coro, se protegían de la luz, insomnes con todo el ruido ése.
Uno de ellos, en oyendo tanta pendejada, no se resistió al chascarrillo: —...¡y yo que soy luterano!
10 jul 2009
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